miércoles, 30 de septiembre de 2015

"Di a mi hija en adopción y luego intenté ser su madre"

Buenos días!

Tras llevarme un tiempo escribiendo poco, me he propuesto hacer alguna entrada más en el blog, de cosas que os puedan parecer interesantes. A ver si me dura la cosa, que con el colegio tengo poco tiempo últimamente, la verdad...

Bueno, no os molesto más con mis cosas, hoy os voy a dejar una desgarradora historia sobre una madre que decidió dar en adopción a su hija. Sé que yo estoy del otro lado, pero me parece una actitud muy positiva intentar entender todas las partes, para ser feliz en este camino que estamos recorriendo mi novio y yo: cómo pensará el niño, qué habrá pasado la madre biológica... creo que es lo mejor para afrontar la realidad. Espero que os guste. Gracias por pasaros por aquí y si queréis preguntar o comentar, adelante!



La primera vez que mi hija mayor me llamó “mamá”, tenía 17 años.

Íbamos en coche hacia la tumba de mi bisabuela, una idea suya. En algún punto del último tramo, nos encontramos con un viejo edificio de ladrillo con un enorme agujero en su fachada. A través de él, pudimos ver todo el interior. Cautivadas, nos detuvimos.

“Mamá”, dijo, “Uau”.

Tragué saliva.

Había entregado a Eli en adopción el día de su nacimiento. La decisión me persiguió durante años. Entonces, milagrosamente, regresamos la una a la vida de la otra. Lo que empezó con un par de visitas rápidamente se convirtió en un contacto regular e íntimo. Pero gestionar nuestra relación ha resultado ser algo dolorosamente complicado. Di a luz a Eli, pero también la abandoné. Cuando reconectamos, pensé que podríamos volver a convertirnos en una familia. Pero no pudimos, al menos de la forma que yo esperaba.

No pensaba en todo esto cuando volvíamos hacia el coche, sin embargo. En este momento, yo era “mamá”. Eli me estaba pidiendo que entrara. Quería merecérmelo. Pero tenía miedo de volver a fallarle. A veces, no puedes recuperar el tiempo perdido.

Cuando me descubrí embarazada a los 16, me sentí regocijada. Había perdido a mi madre a los 12 y mi padre y yo no teníamos buena relación. Un bebé, pensé, podría curar mi soledad.

Mi novio tenía otras ideas. No se sentía preparado para casarse y ser padre. Y yo no estaba preparada para ser madre soltera. Así que tomé la dolorosa decisión de dar a mi hija en adopción. Un amigo de la familia que habló de una pareja que no podía concebir; les conocí, me gustaron sus sonrisas y les elegí.

En los meses que siguieron al nacimiento de Eli, intenté no pensar mucho en ella. Me mudé de Nueva York a Carolina del Norte y después a Pennsylvania, en un intento de empezar una nueva vida. Pero cada año, cuando recibía una carta de los padres de mi hija, llena de fotos y noticias, mis heridas se abrían de par en par. Leía que a mi hija le gustaban los Teletubbies, las joyas y el maquillaje. Que cada noche rezaba por mí con sus padres. Que la llevaban a misa todos los domingos. Hacía fiestas de pijamas y veía “Las chicas Cheetah”.

Me aferraba a cada palabra de esas cartas, leyéndolas una y otra vez. Las semanas siguientes, anhelaba ver a Eli. Un año, mi hermana y yo incluso condujimos hacia su casa en Nueva York. Aparcamos al otro lado de la calle, agachamos la cabeza tras el salpicadero y vimos una furgoneta naranja aparcar en la entrada del garaje. La madre de mi hija saltó del asiento delantero, luego sacó a mi niñita del coche. Ella saltó, sus rizos marrones bailaron, sujetaba las instrucciones de un juego de construcción en una mano.

Reí y lloré mientras Eli entraba en casa. Pero verla en vivo, saber que era real y feliz, me tranquilizó por una buena temporada.

Cinco años más tarde, recibí una llamada. Mi hija de 10 años quería conocerme. Dije que sí inmediatamente. Pero mientras conducía las tres horas hacia el norte desde mi nueva casa en Pennsylvania, me sentí asustada. ¿Sería capaz de esconder el enfado, el reproche y la tristeza que sentía? ¿Me odiaría mi hija?

Cuando llegué al parque donde habíamos quedado, estaba temblando. Pero Eli calmó mis nervios cuando me saludó con la mano. Una hora más tarde, la seguía en la bici demasiado pequeña que me había prestado hacia los bancos de Susquehanna. “Es mi lugar favorito”, me dijo, pedaleando en círculo. Allí era donde iba a pensar, jugar y vadear el río, fuertemente agarrada a un sauce.

Esa tarde estuve bastante callada. Ella se reía nerviosamente, hablando intermitentemente sobre su bici, sus hobbies y sus amigos del colegio. Cuando fue la hora de marcharme, me preguntó si volveríamos a vernos.

No estaba segura. Aunque había deseado conocer a Eli, me sentía como una desconocida cuando interactuábamos en persona. Era un sentimiento incómodo. Aún así, no podía mirarla a los ojos sin querer complacerla. Por esto, cuando sus padres llamaron un par de semanas más tarde para pedirme otra visita, accedí.

Con el tiempo, nuestras visitas se hicieron habituales. Me encontré con ella y con su madre para comer en el Olive Garden, o con su familia y su mejor amiga en el Chuck E. Cheese’s. Ocasionalmente, Eli empezó a venir a mi apartamento en Reading. Cociné para mi hija, di largos paseos con ella, se quedó a dormir. Cuando me casé, fue mi dama de honor más joven. Cuando nos compramos una casa, nos ayudó en la mudanza.

A pesar de ello, nunca me sentí lo bastante cómoda para besarla en la mejilla, decirle qué colores le quedaban mejor o compartir la bebida con ella. Parecía menos una hija que una sobrina o una buena amiga de la familia.

Entonces tuve una bebé, Sophia. Sophia cambió las cosas para Eli y para mí. Criar a Sophia me sirvió para ver qué me había perdido con Eli. Y Eli pudo ver de primera mano qué le había sido negado. Se volvió hosca, dejó de visitarme tan a menudo.

Pronto, la rabia la consumió. Cuando tenía 13 años, su madre a menudo me llamaba llorando, diciendo que el enfado de Eli era demasiado difícil de soportar. Otra veces, me llamaba Eli llorando, diciendo que odiaba a su familia y que nunca pertenecería allí.

Cuando su madre se fue, dijo que se sintió todavía más sola.

Durante años, luchó con sus sentimientos de abandono y enfado. Después, cuando se graduó en el instituto, tuvo una idea: ¿Podía venir a vivir conmigo? Quizás, pensó Eli, podría entender finalmente cómo era no ser una adoptada sino una hija. Cuatro meses después de cumplir los 18, Eli se mudó con nosotros. Encontró un trabajo de camarera en el restaurante de nuestra calle y se inscribió en la Universidad donde yo enseñaba.La llevé de tiendas y se compró una colcha nueva, sábanas a juego y una lamparilla. Encontró una esquina en la cocina para guardar sus tazas de te favoritas.

Una noche, bajé de puntillas y vi a mi hija Sophia, de 6 años, y a Eli, sentadas en la mesa, sorbiendo te. Sonreí, volví a deslizarme escaleras arriba para escuchar sus voces juntas. Por primera vez en 18 años, me sentí en paz. Mis hijas estaban juntas; éramos como una familia.

Pero no podía durar. Eli estaba demasiado herida y necesitaba más de mí de lo que yo había previsto. Unas semanas más tarde, llegué a casa y me la encontré sentada en el suelo de la habitación, llorando. Cuando le pregunté qué pasaba, me acercó un viejo álbum que su madre le había hecho y miró una foto de ellas juntas, una niñita radiante.

Me di cuenta de que hiciera lo que hiciera, mi casa nunca sería un hogar para Eli. El hogar había estado en otro lugar, con otra persona. Quería creer que podía librarla del dolor, darle suficiente amor para llenar sus vacíos. Pero me había perdido demasiadas cosas.

Dos semanas más tarde, Eli se marchó, diciendo que no podía ser parte de mi familia. Estaba confundida y necesitaba espacio, tiempo lejos de mí. Dejó la universidad, empaquetó sus cosas, y condujo de vuelta al norte, a casa de su padre adoptivo y con sus amigos.

Después de que se fuera, me quedé plantada en su habitación vacía, mirando dentro de su armario. Aunque estaba segura de que no sería lo último que vería de ella, sabía que nunca sería su madre, no de la manera en la que ambas esperábamos que lo fuera. Esta oportunidad, me di cuenta entonces, se había perdido 18 años antes. Nuestros genes compartidos, deseo compartido y amor compartido no podía devolvernos los años que habíamos estado separadas.

Volveré a tener la esperanza de ocupar un lugar en su vida, aprendiendo cómo dejar espacio a su dolor mientras me perdono a mis misma por mi papel en ese dolor, y aprendiendo cómo quererla al a vez que la dejo libre. Quizás esto es de lo que trata la maternidad después de todo.

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